JUSTICIA POR MANO
PROPIA, LEGÍTIMA DEFENSA Y EL DECAIMIENTO SOCIAL.
Los puntos sobres las íes…
Estamos
asistiendo, desde hace un tiempo ya, a un conjunto de “acciones ciudadanas” que
deberían ponernos en alerta.
Un día
si, y otro también, leemos o escuchamos en las noticias que alguna persona, en
defensa de su vida, integridad o propiedad, ataca a algún frustrado delincuente
con resultado de lesiones o incluso de muerte. En la gran mayoría de estos
casos, los operadores de la justicia intervinientes han entendido que se ha
configurado la legítima defensa, o de no haberse configurado en forma plena, a
lo sumo han procesado sin prisión a los que intentaron defenderse (salvo, tal
vez y de memoria, a una o dos personas que salieron a perseguir por varias cuadras
a los agresores o dispararon sin ton ni son hiriendo a personas ajenas a los
hechos).
No reflexionaré sobre la
conveniencia o inconveniencia que la población civil se arme, o si es “justa” o
“injusta” la aplicación de la legitima defensa por los jueces. No, nada de eso.
Simplemente compartiré unas líneas referentes a mi interpretación de las
causas, o consecuencias, que este devenir pueda tener en nuestro entramado
social.
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Hace
ya tres siglos y medio Thomas Hobbes nos dio su “Leviatán”. En él discute, en
medio de una guerra civil ,
de quién debe ser el poder (del Monarca o del Parlamento) y en base a qué es,
efectivamente, que el poder debe estar en manos de alguno de ellos.
Parte
de la base que la naturaleza humana se puede reducir, como aspecto fundamental,
a su instinto de conservación. Concluye
asimismo, que la naturaleza humana no hace distinciones entre los hombres, por
lo que éstos son esencialmente libres e iguales. El lo llama “el hombre en estado de naturaleza”.
La naturaleza humana es un instinto de conservación al que cada uno
tiene derecho, pero la consecuencia de este derecho es un enfrentamiento entre
las personas, es decir, las guerras.
Avanzando
en su teoría, los hombres, a los efectos de evitar estos enfrentamientos,
deciden limitar su libertad. En tanto no hay una norma natural que regule la
convivencia, los hombres crean una norma artificial que les permita vivir en
sociedad: El Pacto Social. El nuevo orden social es un contrato por el cual los
individuos renuncian a ser naturalmente libres. Así, el poder debe ser absoluto
para evitar que los integrantes de la comunidad se enfrenten, no renuncien a su
libertad natural y se vuelva a la naturaleza humana. Hobbes pretende crear unas
condiciones que eviten ese enfrentamiento y que alguien mande a la fuerza (pido
a mis lectores que tengan en cuenta, antes de condenar estas conclusiones, el
tiempo y las circunstancias en las cuales se dieron).
Medio siglo después, John Locke avanza
sobre estas ideas en su obra “Dos Ensayos Sobre el Gobierno Civil”. El
justifica la existencia del Contrato Social en el hecho que podría darse que
los hombres en “estado de naturaleza”
no cumplieran con el derecho y deber principal del hombre natural: conservar
su vida. Y en caso de incumplimiento, no
existiría poder alguno que lo pudiese hacer cumplir. Se trata, por tanto, de crear
una convención por la que se funde un orden social o civil que atienda
únicamente a suplir esas falencias del estado de naturaleza, es decir, acordar una justicia o una
autoridad superior que diga, en caso de choque entre dos personas, qué se debe
hacer. El Pacto Social de Locke es
bastante limitado. Tiende a proteger unos pocos derechos, pero no por ello poco
importantes: libertad, igualdad, vida y propiedad (no referiré, por no ser
objeto de las presentes reflexiones, las diferencias entre el contrato social
que da forma a la sociedad y el que da creación al gobierno).
Es
posible que hasta aquí, mi apreciado lector, no haya logrado encontrar grandes diferencias
entre uno y otro. Pero las hay, y sin duda no son menores. Hobbes era defensor
del Estado Absolutista, con el poder en manos del Rey. Locke, por el contrario,
afirmaba que el poder delegado por el Pacto Social debía estar en manos del
Parlamento (entendido este como un conjunto de representantes de la comunidad).
Profundizaba en este concepto afirmando que de estarse bajo un poder absoluto
no se habría salido del “estado de naturaleza” pues en la monarquía absoluta,
al confundirse los poderes, no hay imparcialidad por parte de éste y no hay
manera de apelar o recurrir su sentencia, con lo que su existencia es
incompatible con la existencia de una sociedad civil. Para que haya sociedad
civil tiene que haber un juez separado del poder que sea imparcial respecto a
los litigantes. (Leído esto, no en vano se le considera el padre del
liberalismo político).
Unos setenta años después, pero ya cruzando
el Canal de la Mancha, estas ideas son retomadas por Jean-Jacques Rousseau. Las
mismas son resumidas en su obra “El Contrato Social”. Sus ideas tienen muchos
puntos de contacto con Locke, y otros en los que se aparta.
Rousseau
entiende que el hombre original era bueno (“el buen salvaje”) y esa bondad va decayendo por la aparición de la propiedad, que genera
el egoísmo y la maldad. El Contrato Social para él consiste en la eliminación
de los egoísmos individualistas mediante la sumisión de cada ciudadano a la voluntad general (“volonté génerale”) unánime
y asamblearia. El modelo político
propuesto sería la democracia directa, o asamblearia. Afirma que la sociedad,
si bien garantiza ciertas necesidades básicas, corrompe a los humanos al
lanzarlos en competencia mutua. Pero se muestra convencido de que una vez
abandonado el estado de inocencia originaria no cabe vuelta atrás, y solamente
un acuerdo entre ciudadanos puede llegar a mitigar las consecuencias de una
sociedad corruptora. Nace así, también para él, la necesidad del Contrato Social.
Como
venimos de ver, estos tres grandes pensadores propugnaban modelos distintos
para la organización del gobierno. Vemos una defensa al absolutismo, una
defensa al poder representativo y por último, una defensa al poder comunitario.
En lo que si se parecen todos ellos es en el camino por el cual se llega a
estos gobiernos, y el por qué la sociedad se organiza de la forma en que lo
hace. Todo ellos entienden que el
hombre, a los efectos de defender sus derechos inherentes, cede parte de su
libertad a favor de un poder superior por medio de un Contrato Social, contrato
por medio del cual intenta mejorar su calidad de vida en sociedad.
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Los hechos que estamos viviendo en
Uruguay se deben interpretar como una denuncia o una rescisión (al menos
parcial) del Contrato Social. Rescisión que no es llevada a cabo sólo por quién
balea a un delincuente que lo viene a agredir, sino también por todo el resto
de la sociedad, en tanto parece estar de acuerdo y apoyar este tipo de acciones.
No puedo, lisa y llanamente,
condenar al individuo que se defiende de un ataque ilegítimo. Su instinto de
supervivencia lo lleva a ello. Desde el punto de vista individual (el punto de
vista del agredido), posiblemente, o casi seguramente, no existió otra opción.
Pero
percibo que la sociedad como un todo (no ya como conjunto de individuos, sino
como un órgano en si, si eso es
posible) tiene el mismo sentimiento que el individuo, que como dijera, parece
estar de acuerdo y apoyar estas acciones. Estamos volviendo al “estado de
naturaleza”. Un estado en el que vale todo, en el que prima lo individual por
sobre lo colectivo. Estamos tratando de retomar lo que alguna vez cedimos a
favor de la buena convivencia (una “convivencia civilizada”), lo cual es un
error.
Roto el Contrato Social, estaremos a la
voluntad del más fuerte. Cuantos más vaciemos las renuncias hechas en el
Contrato Social, menos libres seremos. Volveremos al “estado de naturaleza” o lo que es peor, a la ley de la selva.
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